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Foto del escritorEduardo R. Callaey

Èdouard Schuré. Su viaje a Tierra Santa.

Los libros más interesantes suelen ser los que uno no espera ni busca; simplemente aparecen. Este es el caso de La Tierra Santa, en realidad más que un libro un fragmento de la obra de Èdouard Schuré, Sanctuaires d'Orient, publicada por primera vez en Francia en 1898, que he podido leer en el último tramo del año.


Schuré (Estrasburgo 1841 – París 1929) es un autor muy conocido por los esoteristas gracias a su libro más famoso, Los grandes Iniciados (Les Grands Initiés. Esquisse de l'histoire secrète des religions) publicado nueve años antes del que nos ocupa, en 1889. Pero fue una novedad para mí descubrir que, además de sus obras esotéricas, este autor francés (fuertemente influido por la cultura alemana) fuera también poeta, dramaturgo, crítico de arte y amigo personal de Wagner de cuya obra se convirtió en un verdadero especialista en Francia. De hecho el libro que lo hizo famoso fue Le drame musical. Richard Wagner, son œuvre et son idée, publicado en 1875 también en París.


Fue hacia finales del siglo XIX, inspirado por la obra de Fabre D'Olivet, que Schuré se sintió especialmente atraído por el ocultismo, Llegó a reunirse personalmente con Helena P. Blavatsky y se integró a la Sociedad Teosófica en donde –pese a que hay indicios de que no era bienvenido– se haría gran amigo de Rudolf Steiner.


Pero lo interesante de La Tierra Santa es que se trata de un diario del viaje que Shuré realiza a Medio Oriente y en el que describe su llegada al puerto de Jaffa (Yafo, el actual puerto situado al sur de Tel Aviv) procedente de Port Said, y su desplazamiento posterior a Jerusalén, Jericó y otras ciudades y pueblos de aquella Palestina ocupada por el Imperio Otomano.


El recorrido descrito por Shuré permite imaginar un puerto de Jaffa mucho más parecido al de los tiempos de los cruzados que el que yo conocí hace unos años. El tramo con el que cubre la distancia entre Jaffa y Jerusalén lo hace en el antiguo tren inaugurado en 1890 y construido por los belgas. Actualmente la Jaffa railway station, desde la cual partía el antiguo tren otomano hacia la Ciudad Santa, es un centro comercial que conserva todo el estilo propio de las líneas ferroviarias otomanas.


La lectura de este pequeño libro es apasionante porque su mirada sobre Medio Oriente es la de un burgués francés que ha heredado una fortuna lo suficientemente abultada como para no preocuparse por asuntos pedestres, que llega a Palestina con los prejuicios propios del europeo occidental, en especial con una mirada despectiva hacia los judíos y su cultura de “ghetto”. Se asombra de la atmósfera sombría (utiliza la palabra “sórdida”) del barrio judío de Jerusalén, con sus casas de poternas diminutas y ventanas pequeñas, de los atuendos raídos y los sombreros de piel de sus habitantes, sin embargo no puede abstraerse al fenómeno migratorio que está sucediendo en Medio Oriente respecto de los judíos que arriban a Palestina incentivados por los programas de la Alianza Israelita Universal.


Como los libros tienen la característica de abrirnos nuevos interrogantes, no pude evitar indagar acerca de esta Alianza Israelita Universal y me encontré con una sociedad fundada en 1860 por Adolphe Crémieux (Nimes, 1796 – París, 1880), un acaudalado judío francés quien sentara las bases de esta organización a la que presidió durante cuatro años, dedicada a apoyar a las comunidades judías del norte de África y de Medio Oriente. Crémieux contaba con el apoyo de numerosos filántropos de la comunidad israelita francesa. En la época en la que Shuré visitó Jerusalén, la Alianza Israelita Universal tenía más de cincuenta escuelas para chicos judíos en el Imperio Otomano, con sedes en Esmirna, Salónica, Estambul y, desde luego, en Palestina, establecimientos educativos en los que estudiaban más de cuarenta mil niños y niñas. Podría decirse que esta organización tuvo un rol decisivo en las comunidades sefaradíes del Imperio Otomano y aun después, bajo el gobierno de Kemal Ataturk. En 1945 manifestaría su apoyo al movimiento sionista.


Pero volviendo al libro de Shuré y a su relato, luego de su fiasco con el barrio judío casi que se siente en éxtasis en el barrio musulmán, describiendo a los beduinos con un colorido literario que delata su atracción por la cultura nómade de los árabes, tanto como la civilización de los turcos otomanos. La descripción de su visita a la Cúpula de la Roca, llevado en presencia de un sheik por un “apuesto jenízaro” no tiene desperdicio. Sin embargo lo más sorprendente es la impresión que le causa el barrio cristiano, en particular el complejo del Santo Sepulcro. Y en este punto me quiero detener, porque si hay algo realmente inesperado para quien llega por primera vez al ombligo del mundo cristiano es esa sensación babélica que invade todo el recinto construido sobre la tumba de Jesús y en el que reina una permanente tensión entre las facciones cristianas que se lo disputan como si se tratase de un botín de guerra. Por momentos la descripción de Shuré me actualizaba cada una de las imágenes que yo mismo había visto, como si entre esa década de 1890 y la actualidad nada hubiese cambiado.


Shuré llega a dar gracias a Dios porque los turcos gobiernan Jerusalén, pues de otro modo, especula, los cristianos se matarían entre sí por el dominio de la tumba de Cristo. Es curioso, pero la primera vez que pisé esa basílica yo pensé lo mismo respecto de Israel y lo sigo pensando luego de haber vuelto por tres veces más.


El viaje continúa luego hacia Jericó, en donde se cruzará con caravanas espléndidas, sheiks magníficos que parecen salidos de las mil y una noches y, por supuesto, algunos rincones miserables que lo llevan a filosofar acerca de por qué en aquella parte del mundo se encuentra el corazón de las tres grandes religiones monoteístas.


Desde luego, la obra no tiene la envergadura de los relatos recopilados por Madame Khitrowo (Itineraires russes en Orient) ni la pluma de François-René de Chateaubriand (Itinéraire de Paris à Jérusalem), pero es un aguafuerte de la imagen que sobrevolaba la cabeza de los ocultistas de fines del siglo XIX respecto de la Palestina.


Algunas curiosidades finales respecto de Èdouard Schuré. La primera de ellas es su crítica del dogma trinitario al que le achaca el conflicto entre la religión cristiana y el librepensamiento; esta visión negativa lo lleva a imaginar que el Islam puede conciliar con mayor facilidad ambos extremos; muchos otros franceses, incluido René Guénon, caerán en la misma trampa. Siendo francés no puede abstraerse de mencionar las lozas que cubrían las tumbas de Godofredo de Bouillón y de Balduino, lo que le quita a Chateaubriand el cetro de haber sido el último latino en mencionar la belleza de aquellos cenotafios antes de que los griegos las hiciesen desaparecer. Finalmente, al describir las instalaciones que conforman una vasta red de galerías debajo de la Cúpula de la Roca –que fuera asiento de la Orden del Temple– cae en la misma tentación de todos los esoteristas del siglo XIX al imaginar a aquellos rudos caballeros recibiendo las misteriosas revelaciones acerca del Adan Kadmon por parte de los rabíes cabalistas y el don profético de manos de los místicos sufíes.


Algunos ejemplares de esta vieja edición de "La Tierra Santa" (serie "Joyas Espirituales"), todavía pueden encontrarse el Librería Kier.


Eduardo R. Callaey © 2018



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