Buenos Aires, 20 de octubre de 2018
Una columna de miles de indigentes hondureños intenta llegar a los Estados Unidos. Son reprimidos en la frontera de México. Aun si lograran pasar los espera el ejército norteamericano. Las barcazas de los traficantes de desplazados de Africa del Norte siguen tapizando el lecho del Mar Mediterráneo; aún así siguen llegando de a miles a las costas de Europa. Columnas de desesperados rohinyás musulmanes, perseguidos por los monjes budistas birmanos, intentan hacerse un lugar entre los parias del hinduismo que habitan los pantanos de Bangladesh; los parias se niegan a acogerlos. En Irak y en Siria los cristianos son mandados al matadero por musulmanes fanáticos; el mundo permanece en silencio.
Mientras todo esto ocurre, el poder económico mundial reordena sus instituciones. Lentamente abandona las estructuras de posguerra creadas en Bretton Woods para adaptarlas al mundo globalizado que aquellas contribuyeron a crear. La nueva alianza aparece cada vez más clara y se concentra en los gigantes de internet y el mercado de capitales. Google, Microsoft, Apple, Amazon, Alibaba, Facebook, controlan las vías de comunicación, orientan el consumo, deciden lo que se informa, inciden en los procesos democráticos, deciden acerca de gobiernos y de políticas denominadas “globales”. Difícilmente encontremos una época de la humanidad tan deshumanizada.
A veces, sumergido en la lectura de las crónicas medievales, trato de imaginar el modo en el que el hombre percibía al mundo. Me refiero a su mundo inmediato, la realidad que lo rodeaba, la aldea, la vecindad, a donde las noticias llegaban a cuentagotas, traídas por aquellos que se aventuraban por los caminos peligrosos, atravesando páramos desolados.
Algunos privilegiados conformaban esa minoría informada que tenía acceso a aquello que sucedía más allá del feudo, incluso más allá de los limes del reino: eran los funcionarios que podían escuchar a las embajadas en las cortes, los escribientes que redactaban las cédulas reales, los monjes que circulaban por la vasta red de abadías y monasterios, los heraldos que bajaban el mensaje a la plebe, los cronistas que acompañaban a los ejércitos en sus campañas, lo juglares que cantaban las canciones de gesta y los romances y los artistas itinerantes que trasladaban el circo de pueblo en pueblo. No había mucho más que eso. Tampoco se necesitaba mucho más.
Se vivía una dimensión humana de la información. Ya fuera en la taberna, en medio de putas y cerveza, o en la paz y el silencio del claustro, la realidad podía ser observada a un ritmo que permitía la mensura, la reflexión serena, el juicio meditado. Esa dimensión humana no estaba exenta de desasosiego, pero aún las calamidades –se tratase de una peste, una invasión o el cataclismo– podían ser observadas sin perder el sentimiento de humanidad. Beethoven logra describir ese ritmo en su sinfonía n. 6 “Pastoral”: la armonía de la campiña, traducida en la alegría de los sentimientos en el primer movimiento; la animada reunión de los campesinos que disfrutan de esa armonía en el segundo movimiento; la irrupción de la tormenta que lo sacude todo con sus truenos en el tercer movimiento y, finalmente, el himno de los pastores que agradecen el fin de la tempestad. Nos muestra un mundo en donde la tragedia estaba humanizada.
Desde aquellas épocas a esta se sucedieron procesos complejos que desembocaron en la actual ruptura de nuestra capacidad de mensurar la realidad. No se trata de una afirmación romántica. Vivimos una ausencia de intimidad y de silencio, una carencia de diálogo y reflexión. No podemos escucharnos. Nos han quitado la aldea. El mercado, que era el lugar de encuentro con los vecinos, es ahora un conjunto de códigos binarios viajando por internet. El artesano ya no ve el rostro de quien compra lo que fabrica. Para el pobre no hay Señor al que recurrir ni Iglesia en la que dormir. La caridad se ha reducido a un grupo marginal que sobrevive en medio de un mundo que consume inútilmente.
Me dicen mis amigos que nunca en el mundo hubo tantos viejos, ni tanta gente bien alimentada. Es probable, pero en todo caso nunca hubo en el mundo tantos esclavos, inconscientes de todo de lo que se los ha despojado a cambio de estar conectados. El proceso de globalización necesita destruir nuestra aldea, demoler el mercado de la plaza, echar al cura de la parroquia, romper la identidad que nos hace humanos. La globalización necesita diluir las fronteras del género, convencernos de que nada tiene sentido ni regla, salvo el de participar de la felicidad virtual. Las peores profecías de Aldous Huxley y de George Orwell ya se han cumplido. Fueron genios que se anticiparon a su tiempo, comprendiendo el riesgo que implicaba la tecnología, la liberalidad sexual, la felicidad química y la manipulación de las masas.
Nos han creado un paraíso al que todos quieren entrar, hipnotizados como las ratas que seguían la melodía del flautista de Hamelín. En la fábula recogida por los hermanos Grimm, tras el sonido de la flauta se fueron primero las ratas, pero después se terminó llevando a todos los niños.
En medio de este panorama sombrío conservo la esperanza de que este proceso nefasto tenga su final en la medida en que las superestructuras de poder se degraden como consecuencia de la reacción de los marginados. O colapsen por causas naturales, como tantas veces ha ocurrido en la historia humana. Hay una importante compilación de ensayos hecha por Umberto Eco (La Nueva Edad Media, 1972) que imagina esta degradación y sus consecuencias. Es probable que yo no lo vea. Pero lo verán mis nietos. A principios de los sesenta, mi abuelo Francisco, sentado en el balcón de casa, sosteniéndome sobre sus piernas me contaba que algún día caería el Muro de Berlín. Sabía que él no lo vería, pero estaba convencido de que yo celebraría la reunificación de Alemania y la caída del comunismo. En 1989 lloré recordando el sueño europeo de mi abuelo y aún me emociono al recordar esa noche.
Viendo hoy la foto que ilustra estos pensamientos tengo la esperanza de que las naciones se levanten contra esta hiedra de siete cabezas que nos ha robado la aldea, el mercado y la capilla. Tengo la certeza de que nuevas revoluciones rescatarán a nuestros nietos del “expolio global” y de todas las desgracias que ha traído con él. Los pobres hondureños que caminan sobre ese puente, custodiado por militares mexicanos, buscan una felicidad que no encontrarán, simplemente porque el flautista cuya música siguen, hipnotizados, es un embaucador.
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