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Foto del escritorEduardo R. Callaey

Los cluniacenses y el simbolismo en la construcción medieval

Actualizado: 17 sept 2022


La expansión Cluniacense


En el siglo X la Orden Benedictina sufrió una profunda reforma que afectó gran parte de la Iglesia. Esta reforma se originó en la abadía borgoñona de Cluny, fundada en el año 910 por Guillermo, el Piadoso, duque de Aquitania, que estaba directamente subordinada a la Santa Sede. En la misma acta de fundación el duque Guillermo renunciaba a to­das las rentas del monasterio como también a las investiduras. Pero establecía que nadie —obispos, señores o papas— podía que­darse en el futuro con las propiedades de la abadía. En un principio, Guillermo nombró abad a Berno, con quien acordó que a su muerte los propios monjes elegirían a su suce­sor. En el año 932, el abad Odón solicitó y recibió de Roma el permiso para llevar adelante una reforma de la regla benedicti­na que regía el monasterio de Cluny. La reforma cluniacense preveía la fundación de nuevos monasterios y la transformación de otros, sujetos a la nueva autoridad.


Con la identificación en una misma regla, la reforma se constituyó en una herramienta política, pues los nuevos monasterios —así como los reformados— desde este momento no contaron con su propio abad, sino un prior dependiente de Cluny. La consecuencia de esta unificación (bajo la misma regla y autoridad) generó una estrecha unión entre los monasterios cluniacenses, pero transformó al abad de Cluny en un poderoso señor feudal, depositario de grandes rentas provenientes de los monasterios filiales y dueño de sus investiduras. Cluny se convirtió rápidamente en el destino de grandes se­ñores que abrazaban la vida monástica en el final de sus días, o de los hijos de acaudalados nobles que vieron en los abades clu­niacenses la voluntad de aristocratizar el monacato. Las dona­ciones que la Orden impuso para su ingreso no hicieron más que generar cada vez mayores recursos, que fueron administrados sin ningún prurito por esta nueva clase de monjes ricos, quienes consideraron que tales tesoros debían utilizarse —a tra­vés de la liturgia y la ornamentación— para la mayor gloria del Señor.


Otra circunstancia potenció la acción de Cluny: la particular longevidad de sus abades —sólo tres gobernaron la abadía en­tre 958 y 1109— que posibilitó una estrategia profundamente planificada y el tiempo para llevarla a cabo. Todos estos ele­mentos contribuyeron a convertir al movimiento cluniacense en un factor político fundamental, gravitante en muchos de los problemas políticos que sacudían a la cristiandad en aquellos siglos. La época de esplendor de Cluny coincide con la expansión del románico. Paul Naudon, que ha estudiado en detalle al arte románico y su vínculo con las órdenes monásticas, coloca a los monjes de la Orden de San Benito en un lugar preponderante como constructores de catedrales e iglesias. Afirma Paul Naudon: "Es innegable que la propagación del arte romano fue he­cha por asociaciones monásticas, y especialmente por los frailes de la Orden de San Benito. Se explica por el hecho de que las abadías benedictinas eran las únicas herederas de la cultura antigua."


La cantidad de documentos que atestiguan el protagonismo y la responsabilidad de la Orden Benedictina en la construcción de las grandes abadías y catedrales de los siglos X, XI y XII es muy vasta y excede el marco de esta investigación. No se trata, solamente, del proyecto y dirección de las obras o del aporte del artesanado calificado para llevarlas a cabo, sino también de su concepción estética, del plan estratégico y pedagógico con que las construcciones fueron realizadas y el espíritu del que se encuentran impregnadas.


Teófilo y su manual para el artífice


Cabe señalar, sin embargo, ciertos testimonios que permiten recrear la luminosa atmósfera que respiraban estos hombres, aun en medio de todas las dificultades que padecían las obras de esta naturaleza en aquella época. Para arredrarlas, el artista no sólo debía entrenarse en su técnica y su habilidad, sino también en la praxis de una moral cuyos ejemplos debía buscar en las sagradas escrituras. Al leer la obra de Teófilo (circa 1080 - post 1125) acerca de las técnicas del arte, titulada Diversarum Artium Schedula —considerada como una de las más importantes de aquellos siglos por su significación técnica— un masón no puede menos que reconocer la premisa de la cons­trucción de un templo interior en el que reine la virtud, misión a la que está convocado a partir del aprendizaje en el uso de las herramientas.


No se aprende el arte sino para construir una nueva dimen­sión espiritual. Teófilo les recuerda a los aprendices que Da­vid, “el más célebre de los profetas... no se consideró digno de edificar la casa de Dios porque había derramado, muy a menu­do, sangre humana...”. Les dice que “el Señor había ordenado a Moisés la construcción del Tabernáculo y había elegido, llamándolos por su nombre, a los arquitectos, calmándolos de sabiduría, inteligencia y ciencia... Porque sin Su inspiración ninguno hubiera podido construir una obra de tal magnitud...”. Y les muestra, con razones evidentes que todo aquello que se puede aprender, comprender e idear en el campo del arte, lo concede la gracia del espíritu de diversas formas. Para Teófilo, estas virtudes que adornan el espíritu del maestro del arte son: el espíritu de sabiduría, del intelecto, el espíritu de fortaleza, de la ciencia, el espíritu de piedad y del temor a Dios.


El texto parece evocar a Beda, cuando describe la naturaleza virtuosa de aquellos que construían el Templo de Salomón, comparándolos con piedras preciosas:


Luego de conformado el fundamento con tales y tan grandes piedras, hay que edificar la casa, diligentemente preparadas las maderas y las piedras, y colocadas en el orden establecido, las que antes fueran arrancadas de su antiguo sitio o raíz: porque después de los rudimentos de la fe, después de puestos en nosotros los fundamentos de la humildad siguiendo el ejemplo de sublimes varones, hay que alzar la pared de las buenas obras, como órdenes de piedras superpuestos uno a otro, marchando y prosperando de virtud en virtud...


En la interpretación simbólica de Beda sobre el Templo de Salomón, tampoco se escapa la alegoría de las siete virtudes que Teófilo cree concedidas por la gracia del espítitu. Al descri­bir las columnas Jakin y Boaz, erectas en el pórtico, a la entrada del templo, El Venerable menciona las cadenillas colocadas —como símbolo de comunión— en las cabezas de las columnas, y expresa:


Estas cadenas entonces están entretejidas en admirable labor, porque en definitiva la mirifica gracia del Espíritu Santo obra para que la vida de los fieles, en diversos lugares y tiempos, según grado y condición, y sexo y edad, aunque existan muchas cosas secretas entre unos y otros, sin embargo permanezca mutuamente unida en una y la misma fe y amor. Que la fraterna congregación de los justos, que viven en tiempos y lugares distintos, sea producto pues de la propiedad unificadora de los dones espirituales, se refleja en las siguientes palabras que se añaden en referencia a la hechura de los capiteles: Guirnaldas de siete hilos en un capitel y guirnaldas de siete en el otro. Pues el número septenario suele indicar la gracia del Espíritu Santo, como lo atestigua Juan en el Apocalipsis, quien como viera que el Cordero que le hablaba tenía siete cuernos y siete ojos, enseguida dio la explicación siguiente: los cuales son los siete Espíritus de Dios enviados a toda la tierra (Apoc. I). Lo cual el profeta Isaías explica abiertamente cuando, al hablar del Señor que había de nacer en la carne decía: descansará sobre él el Espíritu del Señor, Espíritu de sabiduría e intelecto, Espíritu de consejo y fortaleza, Espíritu de ciencia y piedad, y lo llenó del Espíritu del temor de Dios (Is.XI). Había pues siete guirnaldas formadas de hilos en ambos capiteles, y los padres de ambos testamentos, por la gracia recibieron de uno y del mismo septiforme Espíritu para que fueran elegidos.


El texto desborda en imágenes simbólicas y, aun, esotéricas. La fraternidad aparece descrita como la mutua unión, la fraterna congregación de los justos en la fe y el amor, más allá del grado, condición, edad, y aunque existan muchas cosas secretas entre unos y otros.

Roza el misterio del número septenario —la interpretación numerológica se mantiene a lo largo de los veinticinco capítu­los del libro— y remata con los arcanos contenidos en el Apoca­lipsis de Juan, preanunciados en las profecías de Isaías.


Honorio de Autum y las piedras pulidas


Honorio de Autum (Honorius Augustodunensis circa 1095 - post 1135), contemporáneo de Teófilo y autor de Imago Mundi —también mencionado en el M. Cooke— escribe en su obra De gemma animae sus reflexiones sobre los templos cristianos des­de el mismo ángulo que Teófilo.


Para Honorio —al igual que para la mayoría de los escritores medievales—, los templos cristianos son una prefiguración de la Jerusalén Celeste. Su aporte fundamental es que presenta a la arquitectura como la gran herramienta que Dios utiliza para llevar a cabo su plan, de modo que la arquitectura terrestre es una continuidad de la celeste, y el simbolismo de aquélla se corresponde con esta. Las imágenes de Dios como Arquitecto del Universo, midiendo al mundo con un compás, son contem­poráneas a estos autores y corresponden a esta idea.


... El templo, que el pueblo poseía en paz en su patria —dice Honorio— simboliza, en piedras reales, el templo glorioso construido en la Jerusalén Celeste, en el que la Iglesia exulta en constante paz... Esta casa está construida con sólidas piedras, la Iglesia aúna la fuerza de aquéllas en su fe y en sus obras. Las piedras se mantienen unidas con mortero y los fieles se unen con el lazo del amor.


Si la arquitectura es la herramienta de los planes de Dios, el templó es el reflejo de su obra que —con sus piedras, sus eleva­das columnas, sus vitrales, su mobiliario litúrgico y sus imáge­nes y ornamentos— permite al masón que lo construye, tanto como al hombre piadoso que eleva su plegaria desde su inte­rior, captar la armonía universal que reina en él. Para Honorio, las piedras trabajadas y pulidas, colocadas en el templo, son las almas perfectas, a las que define homines quadrati. Son los her­manos, a los que Beda señala como “grandes y preciosas piedras”:


Sed en generaliter perfecti quique, qui fideliter ipsi Domi­no adhaedere, et impositas sibi fratrum necessitates fortiter (erre didicerint, his possunt lapidibusgrandibus ac pretiosis indican. Qui bene lapides primo quadrari, ac sic in funda­mento poni jubentur Quadratum namque omne, quocum­que vertitur, fixum stare consuevit...

Cuadrar la piedra. He aquí magistralmente resumido todo el simbolismo del masón medieval.


Junto a los libros de Teófilo y Honorio, circulan por los obradores y las fábricas de las iglesias el manual de Vitrubio, De Architectura, y la obra de Heraclio, De colonbus et artibus romanorum, considerada una de las más importantes de los siglos XII y XIII. Los arquitectos que estudian estos libros per­siguen un renovado ideal estético que lleva un mensaje profun­damente religioso; las artes figurativas del románico —como ya se ha expresado— incorporan un concepto pedagógico, una for­ma de transmisión de los modelos bíblicos sobre los que des­cansa la sociedad cristiana, mediante las imágenes.


La Iglesia es el ámbito en donde el hombre sufre una trans­formación psicológica; por lo tanto, su construcción, su aspecto externo e interno, los elementos utilizados en el ritual y la litur­gia deben provocar en el alma aquel estado de gracia en el que el hombre encuentra su punto de contacto con Dios. De hecho, las propias plantas de las catedrales cruciformes, con sus naves y cruceros, recuerdan a Cristo crucificado. El hombre que pe­netra en el santuario debe salir de él en un estado superior. Y el mensaje debe llegar tanto al corazón del docto cuanto al asombro del simple.

Si esta transformación se espera del hombre que ora en el templo, de quien lo construye se espera algo más: debe haberse preparado moral y espiritualmente para participar en tan gradada tarea.

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