La Masonería en las Islas Británicas.
Este artículo es una continuación del anterior posteo "La Tradición Caballeresca y la Francmasonería - Primera Parte". Recomiendo su lectura antes de continuar con este. Si usted quiere tener un panorama más completo de este tema puede encontrarlo en mi libro "Caballeros, masones e Iluminati - El Gran Complot". Obtendrá mayor información picando en la portada del libro.
Nota introductoria: Antes de meternos de lleno en el papel que jugó la Casa Estuardo en la conformación de una caballería francmasónica -principalmente en la Orden de la Estricta Observancia Templaria y en el incipiente movimiento masónico escocés en Francia- es importante conocer algunos detalles acerca de esta dinastía que gobernó Escocia y luego Gran Bretaña, antes de exiliarse en Francia. Esto nos permitirá comprender mejor el rol de los jacobitas en las luchas por el poder político por parte de los masones estuardistas, asunto que desarrollaremos en las próximas entregas de esta serie. Como ya he aclarado las sucesivas partes que iré publicando señalarán en el título del artículo el número de la entrega (Tercera parte, cuarta parte etc.).
Introducción
Durante el período comprendido entre el siglo XVI y el XVII, la sociedad europea sufrió una profunda crisis religiosa. Inglaterra se vio afectada, no sólo por los conflictos religiosos –iniciados con la Reforma y seguidos con la ruptura entre Enrique VIII y Roma– sino también por una interminable sucesión de guerras entre las distintas dinastías que gobernaron el reino a lo largo de ese extenso período de tiempo. No pocos historiadores han señalado la influencia de estos conflictos en esa etapa fundacional de la masonería especulativa. En su libro La Idea Masónica; Ensayo sobre una filosofía de la Masonería, dice Tort–Nouguès: “...el problema que se plantea a los hombres de esta época, primero en el siglo XVI y en el XVII, en Europa en general y en Inglaterra en particular, es la ruptura de la unidad cristiana, el cisma religioso de Europa, como consecuencia de la Reforma... Esta dramática ruptura provoca conflictos y guerras, que asolan toda Europa y destrozan a los hombres de esta época...”[1] La cita permite enmarcar el contexto conflictivo de los masones escoceses, mayoritariamente católicos respecto de los ingleses, en su mayoría protestantes.
Desde fines del siglo XVII los masones de Gran Bretaña se dividieron en dos corrientes marcadamente diferenciadas, corrientes que no sólo adquirieron tradiciones distintas sino que se enfrentaron políticamente en una guerra que se libró en todos los frentes. En el caso de Escocia, la francmasonería siempre había formado parte del establishment, al punto de que desde la Edad Media existieron nobles, lores protectores y dignatarios de la corona que actuaban como puente entre la masonería y el poder político. Desde 1371 y hasta 1603, la Casa de Estuardo fue la dinastía reinante en Escocia, y desde entonces en el conjunto formado por esta, junto con Inglaterra e Irlanda hasta 1714 (exceptuando el periodo de la República entre 1649-1660). Pondremos nuestra atención en esta Casa, pues fueron los principales impulsores de una masonería de espada.
La tradición masónica caballeresca otorga una importancia capital a la abadía de Kilwinning, ubicada en North Ayrshire, Escocia. Allí convergen leyendas que emparentan a los masones operativos escoceses con los templarios refugiados en Escocia luego de la supresión de la Orden del Temple.
1.– Los Estuardo
La Casa Estuardo se remonta a los tiempos de las cruzadas y fue gravitante en Escocia desde 1371 hasta 1714. Formó parte del círculo de clanes que se disputaron el poder desde esos tiempos remotos, entre ellos los Bruce y los Baliol. Su nombre es sinónimo de Escocia, y su historia está indisolublemente ligada a las guerras dinásticas y religiosas de Gran Bretaña. Los monarcas Estuardo permanecieron fieles a la fe católica hasta el reinado de María I (1542–87), que fue reina de Escocia y reina consorte de Francia por su matrimonio con Francisco II entre 1559 y 1560.[2] Pese a ser católica, María Estuardo mantuvo una política de tolerancia hacia el protestantismo, pero un complot urdido en medio de las guerras de la Reforma la obligó a abdicar a favor de su hijo en 1567. Encarcelada por su prima, Isabel I de Inglaterra, logró evadirse y encabezar un levantamiento que fue sofocado. Fue condenada a muerte y decapitada en el castillo de Fotheringhay el 8 de febrero de 1587. Tenía 45 años cuando, frente a sus verdugos, se declaró mártir de la iglesia católica.
Su hijo Jacobo VI (1566–1625) fue educado como protestante y en el marco de un sistema político que limitaba su poder. Sin embargo, luego de hacerse con el gobierno en 1578, demostró ser un monarca de fuerte carácter. En 1603, a la muerte de Isabel I, unificó bajo su Corona la totalidad de las Islas Británicas, al heredar los derechos sobre Inglaterra e Irlanda. Tomó el nombre de Jacobo I. A partir de ese momento ejerció el poder con mano de hierro y pretendió restablecer una monarquía hereditaria de derecho divino. También ejerció un exclusivismo religioso como cabeza de la Iglesia de Inglaterra. Esta actitud provocó la rebelión de los católicos en 1605 (La Conspiración de la Pólvora) y el exilio de los puritanos hacia Holanda y luego hacia América, donde llegaron a bordo del legendario Mayflower en 1620.
Su hijo Carlos I (1600–1649), continuó con la política de autoridad real y se enfrentó al Parlamento provocando una guerra civil en 1642. Derrotado por las fuerzas de Cromwell, fue decapitado, dando lugar a la única y efímera República de la historia británica (1649–1660). Su hijo Carlos II (1630–1685) fue restablecido en el trono en 1660 tras la muerte de Cromwell. No obstante, no consiguió recuperar los poderes de un rey absoluto. Por el contrario, puede afirmarse que durante su reinado se afianzó definitivamente el sistema británico de monarquía parlamentaria.
Retrato de Carlos I Estuardo, rey de Escocia, Inglaterra e Irlanda. (Retrato de De Anton van Dyck)
Lo sucedió su hermano menor Jacobo II (1633–1701), quien fracasó en el intento de restablecer el catolicismo en Inglaterra. La resistencia de la Iglesia Anglicana y de los líderes de los partidos parlamentarios llevó a éstos a pedir la intervención del estatúder holandés Guillermo de Orange para defender la hegemonía protestante en Inglaterra. Se produjo entonces el antecedente directo del tema que nos ocupa: Guillermo de Orange desembarcó en la isla en 1688 y destronó a Jacobo II, que era su suegro, ocupando el trono de Inglaterra, Irlanda y Escocia, con el nombre de Guillermo III, junto con su esposa, María II (1662–1694). Este derrocamiento, que se conoce con el irónico título de “La Revolución Gloriosa”, fue en realidad un golpe de estado. Jacobo II marcho al exilio, junto con miles de militares y nobles escoceses, irlandeses e ingleses católicos. Luis XIV de Francia le dio asilo en el viejo castillo de Saint–Martin–en–Laye, desde donde Jacobo II esperaba emprender una guerra de reconquista.
Entre los exiliados marcharon las numerosas logias masónicas que ya operaban en el ejército y la armada de Jacobo II, dato que demuestra que en la masonería escocesa ya había masones aceptados mucho antes de 1717. A sus partidarios se los denominó jacobitas. Más tarde serían llamados también “estuardistas”, en tanto que sostenían el derecho de los Estuardo a las coronas de Irlanda, Inglaterra y Escocia. El exilio jacobita se estableció en ciudades sobre el litoral marítimo de Francia, pues escoceses y franceses eran aliados desde el siglo XIII (La Auld Allienace)
Derrocado Jacobo II, la Casa de Orange inició un proceso de unión con Escocia que tuvo como principal objetivo eliminar toda posibilidad de que un rey o reina católico pudiera acceder al trono. Jacobo II murió en el exilio en 1701. Inmediatamente, su hijo Jacobo Francisco Eduardo, fue declarado Rey de Inglaterra como Jacobo III y de Escocia como Jacobo VIII, y reconocido por Francia, España, los Estados Pontificios y Módena, es decir, por la Europa católica.
Durante el reinado de Guillermo III se establecieron dos protocolos reales (el Acta de Establecimiento en 1703 el Acta de Unión en 1717), con el fin de evitar el regreso de la dinastía católica y asegurar la anexión de Escocia al Reino Unido. Pero no se logró consumar la unión cultural y social –mucho menos la religiosa– entre ambos países. Por el contrario, aumentó un enfrentamiento del que aún quedan resabios y que ha sido una de las causas del plebiscito del 18 de septiembre de 2014. En tanto, Inglaterra se aseguraba que, en el futuro, el trono estuviese ocupado por un monarca protestante.
2.– La Reacción Inglesa
Cuando la masonería inglesa decidió reorganizarse y fundar la Gran Logia de Londres, los jacobitas exiliados estaban aún más exacerbados por la asunción del alemán Georg Ludwig von Hannover en el trono de Gran Bretaña, que tomó el nombre de Jorge I. En ese contexto altamente conflictivo, el 24 de junio de 1717, en una taberna de los suburbios de Londres, se llevó a cabo una reunión que tendría gran impacto en la historia de la masonería. Los masones allí reunidos provenían de las logias con asiento en la propia ciudad de Londres, Westminster y otras localidades cercanas. Sólo un puñado de ellos eran albañiles. El último trabajo importante de los masones de Londres había sido la reconstrucción de la catedral de San Pablo, destruida por un incendio hacia fines del siglo XVII. Tampoco se construían castillos. Las bombardas, los cañones y los ingenios militares hacían perder efectividad a las antiguas murallas, que habían dejado de ser inexpugnables. Desde el advenimiento de la pólvora, hasta el muro más ancho y cimentado podía caer como una torre de naipes. La guerra había cambiado.
Muchos masones de oficio habían emigrado a Escocia, en donde todavía se construía con dinero de la Iglesia y los monasterios permanecían fieles a Roma. Lo cierto es que nada era como antaño. Los masones ingleses ya no se dedicaban a erigir catedrales ni abadías. En su mayoría nobles o hombres de ciencia, su pasión pasaba por las intrigas políticas y los misterios de la naturaleza. Ya no se construía en piedra a gran escala y tarde o temprano no habría a quien enseñarle los secretos de la construcción de arcos, bóvedas y arbotantes. Las técnicas habían cambiado, los planos se publicaban, los manuales sustituían a la tradición oral. ¿Qué esperar entonces? Había que reconvertir al gremio, perpetuando la tradición que, en verdad, se remontaba a un pasado que los propios albañiles habían olvidado.
La reunión convocada había sido propiciada por los aceptados. Querían constituir una Gran Logia, un gobierno central que federara a las logias de Londres y les diese un Estatuto común en el que se explicara el objeto y sentido de la antigua fraternidad, se fijaran los antiguos linderos y se estableciera, definitivamente, el carácter de aceptados a los masones ajenos al oficio. Pero, principalmente, querían hacerse con el poder político y el prestigio de una asociación que se reivindicaba como milenaria y que estaba entrenada en trabajar en secreto. Los alemanes Hannover en el trono querían el control de la única sociedad secreta que les preocupaba.
Planteada la cuestión estalló una violenta discusión. Algunos representantes de logias abandonaron intempestivamente la reunión. No reconocerían la autoridad de los aceptados ni estaban dispuestos a claudicar sus usos y costumbres. Pero cuatro logias permanecieron firmes y se constituyeron en asamblea. Aquella noche quedó conformada la Gran Logia de Londres y Westminster. Desde ese día, la historia tendría un protagonista inesperado, el factor menos pensado, una organización que, en apenas un siglo, contribuiría a cambiar el mapa geopolítico del mundo. Poco tiempo después, numerosas logias de las Islas Británicas se verían obligadas a darse a conocer a fin de oponerse a la decisión de este pequeño grupo londinense que pretendía dirigir la totalidad de la masonería británica. Surgieron Grandes Logias en York, en Irlanda y en Edimburgo con el fin de proteger sus propios intereses y rechazar esta supuesta autoridad que se había elegido a sí misma, dando lugar a la famosa disputa entre “los antiguos” y “los modernos”. Pues de ningún modo podían admitir que el grupo londinense se arrogara la patente de una masonería especulativa que ya estaba ampliamente difundida.
André Kervella[3], en su libro sobre los Estuardo y la Masonería, cuestiona acertadamente los orígenes exclusivamente ingleses de la masonería especulativa y echa por los suelos la teoría, hasta hace poco establecida, sobre esos mismos orígenes. Si reflexionamos y tenemos en cuenta lo aportado en el presente estudio y la lógica de los hechos históricos producidos, veremos que viene a corroborar las afirmaciones de Kervella sobre la antigüedad de la masonería escocesa, anterior a la inglesa en varias décadas.
Esta división inicial no impidió que la Gran Logia de Londres y Westminster tuviese un extraordinario éxito y se convirtiese, rápidamente, en un preponderante factor político al servicio de la corona. Pero también comenzó una puja entre dos visiones diferentes de la francmasonería. Esta nueva versión edulcorada no encontraba asidero en aquellos que permanecían fieles a la tradición operativa, mucho menos a los escoceses que tenían su propia tradición masónica, si se quiere, mucho más institucionalizada y antigua que ésta que acababan de fundar los masones de Londres.
3.– Una nueva Constitución para una nueva Masonería
Cuando James Anderson (1684–1746) y Jean Theophile Désaguliers (1683–1744) tuvieron que establecer los antiguos linderos y escribir las Constituciones que regirían la nueva etapa de los masones libres y aceptados, fueron muy cuidadosos en quitar de ellas cualquier resquicio de cristianismo romano. Y si bien estas constituciones, herederas legítimas de los antiguos documentos de la Corporación, conformaron el marco normativo de la denominada “masonería simbólica”, no dejan de ser la visión particular de una masonería protestante al servicio de la dinastía Hannover. Tal era el revulsivo que causaba en Anderson una concepción cristiana romana de la masonería, que solía referirse a las antiguas constituciones de canteros medievales en forma despectiva, denominándolas Gothic Contitutions. Tengamos en cuenta que en esa época la palabra “gótico” era sinónimo de vetusto.
Fueron estos mismos líderes los que establecieron una cronología particular a la historia de la fancmasonería. Pero, como hemos dicho alguna vez, las cronologías son a la Historia como un álbum de fotografías a la vida de un hombre. Como un hombre que decide mostrar de su vida sólo aquello que hace a ciertos intereses determinados, algunos masones han elegido minuciosamente la cronología de la masonería y la han impuesto con éxito. Como veremos, el modelo masónico inglés fue fuertemente resistido en Francia, en donde los masones escoceses lograron reemplazarlo por otro más afín con los ideales caballerescos y con su intención de infiltrar la nueva orden con la antigua tradición templaria.
Resulta paradigmático que fuera un escocés, James Anderson, –doctor en filosofía y notable predicador presbi- teriano– el compilador del famoso “Libro de las Constituciones”, una obra que escribió con el apoyo y la supervisión de Jean Theóphile Désaguliers, importante personaje de la Inglaterra de principios de siglo XVIII , Gran Maestre en 1719, sucesor de Jacobo Payne.
La obra le había sido encomendada en 1721 por la Gran Logia, presidida entonces por el controvertido duque de Warthon. En ella debía “...compilar y reunir todos los datos, preceptos y reglamentos de la Fraternidad, tomados de las Constituciones antiguas de las logias que existían entonces...”[4]. La primera edición se conoció en 1723, y hubo, aún, dos posteriores, en 1738 y en 1746. Sobre estas Constituciones descansa gran parte del éxito de la masonería moderna. Amados y criticados, Anderson y Désaguliers, son el ejemplo más acabado de la masonería hannoveriana protestante de principios del siglo XVIII.
En su visión, la Fraternidad masónica tenía un origen inmemorial: Sobre aquella pretérita organización de noble linaje, se habían organizado luego las logias operativas medievales, antecedente directo de la Gran Logia de Londres que constituía, por derecho propio, la verdadera y única francmasonería.
Anderson plantea la continuidad histórica desde las edades míticas, la unidad filosófica, la universalidad geográfica y –lo que es aún más audaz– la unidad de acción de la francmasonería. Pero, como veremos, en aquellos comienzos de unidad hubo poco. El conflicto estaba planteado y ahora el campo de batalla no era Escocia, ni las Islas Británicas sino el propio suelo continental. Quienes se enfrentaban ya no usaban la trulla ni el mazo sino la espada. Se iniciaba una guerra sorda que terminaría en una revolución sangrienta.
[1] Tort-Nouguès, Henri; La Idea Masónica; Ensayo sobre una filosofía de la Masonería; (Barcelona Ediciones Kompas 1997); p. 19.
[2] Es importante decir que ambos países –Francia y Escocia- estuvieron unidos por una alianza histórica (la Auld Alliance) que se remonta al siglo XIII.
[3] Kervella André, Les Rois Stuart et la Franc-Maçonnerie Éditions Ivoire-Clair 2013.
[4] La cita es de A. Gallatin Mackey; Enciclopedia de la Francmasonería.