La conspiración estuardista y la excomunión de Roma
Esta tercera parte de la serie de artículos dedicados a analizar el origen de los grados caballerescos en la francmasonería ahonda en el papel de los escoceses estuardistas exiliados en Francia como factor gravitante en la creación de una "masonería de espada". También se introduce en la verdaderas razones de la excomunión de los masones que, lejos de tratarse de una cuestión religiosa (al menos en el siglo XVIII), tenía un fuerte contenido político y militar ligado a la sucesión del Gran Ducado de Toscana. Recomiendo leer antes la primera y la segunda parte de esta serie a fin de comprender adecuadamente el contexto presentado. Por último, nos acerca a la tragedia que vivirán los escoceses exiliados en Francia, en su intento de recuperar el control de su patria. La historia continuará en la cuarta parte.
1.– Andrew Michael de Ramsay, baronet de Escocia
En el siglo XVIII la francmasonería ya tenía algunas particularidades que la convertían en la maquinaria perfecta para cualquier conspiración. La historia lo demostraría una y otra vez en el futuro. Los masones del siglo XVIII ya sabían el enorme potencial conspirativo de la institución que habían creado pues, en cierto sentido, la masonería del siglo XVIII era hija de un entramado de acciones políticas y militares.
Si hay algo que debe reconocerse a la masonería escocesa estuardista es que tuvo la paciencia de moldear esa maquinaria en virtud del futuro que imaginaba y a la vez construía. Cuando esa maquinaria estuvo lista apareció el hombre que les daría la victoria: Michael de Ramsay, baronet de Escocia. Pero antes de referirnos a él y a su misión, situémonos en el lugar, el tiempo y las circunstancias en las que le tocó actuar.[1]
Desde hacía tiempo se sabía en Londres y en París que gran cantidad de nobles de espada y magistrados del reino estaban ingresando en las logias francesas. También se sabía que sólo la aristocracia ganaba terreno en las logias, y que esta era afín con la causa escocesa. Los ingleses establecidos en la corte de Luis XV trataban de contrapesar esa fuerza oponiendo su propio partido con la iniciación de grandes personajes. En Londres el periódico Saint James Evening Post, en su edición del 7 de septiembre de 1734, daba cuenta de que:
“Desde París sabemos que se ha establecido últimamente una logia de masones libres y aceptados en casa de Su Gracia la duquesa de Portsmouth. Su Gracia el duque de Richmond, asistido por otro distinguido noble inglés, el presidente Montesquieu, el brigadier Churchill… ha recibido a muchas personas distinguidas en esta muy Antigua y Honorable Sociedad”[2]
Un año después, el 29 de septiembre de 1735, otra noticia del mismo periódico londinense informaba desde París:
“…que Su Gracia el duque de Richmond y el Reverendo Dr. Désaguliers, antiguos Grandes Maestres de la antigua y honorable Sociedad de los Masones Libres y Aceptados… han convocado una logia…” Luego de mencionar a los presentes –entre ellos el embajador de Inglaterra y el presidente Montesquieu– destacaba que en la reunión habían sido iniciados, entre otros, “Su Gracia el conde de Kingston y el honorable conde de Saint Florentín, Secretario de Estado de Su Muy cristiana Majestad…”
Los movimientos eran constantes. Las logias controladas por los escoceses sumaban cada vez a más nobles franceses mientras que sus enemigos ingleses apuntaban a políticos de renombre y nobles que se abrían a las nuevas ideas. Después de todo, era el Siglo de las Luces.
Nada sucedía en Francia sin que lo supiese el cardenal André Hercule de Fleury, preceptor y principal Consejero del rey. Las logias estaban debidamente vigiladas por una sofisticada red de espías, pero aún así puede entenderse la prudencia de la policía frente a una sociedad que cobijaba en su seno a ministros y secretarios del propio Luis XV, a diplomáticos extranjeros y a los servicios de inteligencia de toda Europa. Como vemos, la francmasonería actual no ha inventado nada. Sin embargo, el cardenal comenzaba a preocuparse y decidió que era hora de mostrar un naipe. En marzo de 1737, el editor Barbier daba cuenta en su Journal de una decisión del Consejo del Rey:
“…Habiéndose enrolado en esta Orden algunos de nuestros secretarios de Estado y varios duques y señores… Como semejantes asambleas, además secretas, son peligrosas para un Estado siendo que están compuestas de señores… El Señor Cardenal Fleury ha creído un deber sofocar esta Orden de Caballería en su nacimiento prohibiendo a todos esos señores de reunirse y convocar dichos capítulos…”[3]
Nótese que ya en 1737 se menciona a la francmasonería como una “Orden de Caballería” y se hace referencia a los “capítulos” en vez de “logias”. Sin dudas, para esa fecha, el vocabulario “escocés” estaba ampliamente difundido en la francmasonería francesa. Coincide con el momento en el que los maestros elegidos pasan a llamarse Caballeros Elegidos. El cambio no se produce de manera abrupta sino gradual, pero es claro que la aristocracia necesita reajustar la estructura y otorgar un carácter definitivamente caballeresco a la Orden. A partir de aquí el esfuerzo irá en la dirección dominante de conformar un Alto Grado para el cual se reclutarán los Venerables de las Logias simbólicas.[4]
A raíz de este decreto, que en los hechos no produciría mayores consecuencias, los masones Caballeros Elegidos dejaron de concurrir a las tabernas estableciendo sus capítulos en castillos y palacios –donde los nobles asentaban a sus propias logias– y en las abadías benedictinas, pues eran numerosos los religiosos –en particular del clero regular– que habían respondido a esta alianza entre francmasonería y caballería, que perseguía un claro intento de restauración de la Casa Estuardo en el trono de Gran Bretaña. Este cambio de locación complicó el espionaje de Fleury y aumentó el recelo sobre las actividades de los masones. André Kerbella vuelve a ilustrarnos en este punto al afirmar que, en efecto, la acción policial se limitó la prohibición de las logias que funcionaban en las tabernas, multando o encarcelando algunos taberneros o masones de baja categoría [en tanto que[ los señores tenían logias en sus residencias, que continuaron funcionando sin interrumpir demasiado las reuniones.[5]
Las presiones políticas se acentuaron. La policía seguía de cerca la actividad de las logias pero no se animaba a actuar por temor a crear conflictos con la aristocracia o con los dignatarios del gobierno. Para los escoceses había llegado la hora de hacerse con el poder completo de la Orden. El alto mando de la masonería estuardista se decidió por la estrategia más audaz: Charles Radcliffe, lord Derwentwater –un noble católico de Northumberland, perteneciente a una Casa con vínculos de larga data con los Estuardo exiliados–, es electo Gran Maestre y de inmediato designa a todos los dignatarios que lo acompañan. La mayoría responde al movimiento escocés: El control es total.
Acto seguido, en un salto hacia delante, los escoceses intentan, con una sola acción, tentar al mismo Luis XV ofreciéndole la Gran Maestría y detener, de ese modo, cualquier posibilidad de represión. Pero necesitan un líder al frente de la negociación. La elección recae en un hombre al servicio de la Casa Estuardo, a quien Radcliffe lo acaba de designar en el cargo del Gran Orador en la Gran Logia francesa. Lo llaman el caballero Ramsay. Finalmente los escoceses encuentran al personaje que haría de la masonería francesa el vehículo perfecto de la causa estuardista.
Charles Radcliffe (1693-1746)
Andrew Michael Ramsay nació en la ciudad escocesa de Ayr –cabecera de la Provincia del mismo nombre– en 1686.[6] Se conoce muy poco acerca de su juventud salvo que su padre era un panadero presbiteriano. Cursó sus estudios en la escuela de su ciudad natal y luego en la Universidad de Edimburgo. Luego viajó a Holanda en momentos en que su vida estaba signada por la duda religiosa, por el deseo de interiorizarse acerca de las numerosas corrientes espirituales que por entonces agitaban Europa y, sin dudas, por un espíritu aventurero e inquieto.
Su definitiva conversión al catolicismo vendría luego de 1709, año en que conoce a Fenelón y queda profundamente impactado por sus enseñanzas, de las que se convertiría en fervoroso devoto. El duque de Orleáns –por entonces Regente de Francia– le confirió el título de caballero de la Orden de San Lázaro. De allí que se lo conociese con el apelativo de el caballero Ramsay.
La muerte de Fenelón, ocurrida en 1715, fue un duro golpe para Ramsay. En los años siguientes se dedicó a publicar las obras de su maestro, Los diálogos de la Elocuencia y Telémaco y en 1723 publicó su Vida de Fenelón, cuyo éxito obligó a la impresión de varias ediciones. Ya era un personaje famoso en Francia e Inglaterra, cuando se convirtió en preceptor del duque de Chateau–Thierry, futuro príncipe de Turena, a quien dedicó su obra Viajes de Ciro. Convocado por Jacobo III viajó a Roma para desempeñarse en el cargo de preceptor de Carlos Eduardo Estuardo. Decepcionado con las intrigas con las que debía convivir en la corte, regresó a Francia, donde fue protegido por los duques de Bouillón hasta su muerte. A lo largo de su vida obtuvo importantes reconocimientos: Fue elegido miembro de la Real Sociedad de Ciencias de Londres y la Universidad de Oxford le confirió un doctorado.
Pero lo que ha convertido a Ramsay en protagonista principal de la trama de conspiraciones, misterios y sociedades secretas de su época son dos discursos pronunciados en el seno de la francmasonería francesa. El primero, en una logia de San Juan el 26 de Diciembre de 1736 y el segundo, en 1737, en la Gran Logia. En ellos remontaría el origen de la francmasonería a la época de las cruzadas, ligándola taxativamente con la nobleza cristiana que conquistó la Tierra Santa. Ambos discursos reivindicaban el vínculo y la responsabilidad de los escoceses en la custodia de una antigua tradición a través de los siglos; una tradición que –según su juicio– debía encontrar en Francia su restauración definitiva.
El noble auditorio que escuchó a Ramsay en sus discursos –la flor innata de la nobleza francesa– se sentía heredero de los constructores de las primeras catedrales, pero mucho más de aquellos hombres que habían conquistado Jerusalén y fundado la Orden de los Caballeros Templarios, los Hospitalarios y los Lazaristas. Para Ramsay, ambas instituciones –canteros y caballeros– eran el corazón y el cerebro de la francmasonería.
En la intencionalidad de este discurso intervenían asuntos políticos y, fundamentalmente, religiosos, pues lo que amalgamaba a ambas tradiciones en la mentalidad escocesa era su condición de católicas. Hay entre los propósitos y finalidades de ambas Instituciones, paralelismos destacables –dice Martí Blanco– como el hecho que la religión católico–romana les dio carta de naturaleza y sentido a su existencia y el desarrollo de un lenguaje propio, esculpido en la piedra en un caso y pintado sobre los escudos con que se protegían los caballeros en otro. Albañiles dedicados a la construcción y guerreros montados a caballo, ya los hubo antes, pero fue la religión la que dio un sentido trascendente a lo que hasta entonces solo había sido un quehacer o dedicación diaria.
La mención a los cruzados por parte de Ramsay no hacía más que poner en manos de la nobleza un vehículo que le permitía soñar con una nueva era en la que el Temple recobrara su gloria y su unidad. La Reforma, la intransigencia de Roma y las guerras de religión habían regado Europa con la sangre de sus más ilustres hijos. El cristianismo se destruía a si mismo mientras que la francmasonería hablaba de una herencia cristiana común. Ramsay presentaba a la masonería como la herramienta capaz de construir una nueva Europa. Pero a su vez, vale la pena repetirlo, no se apartaba del objetivo primario: La cruzada nacional escocesa.
Y este complot escocés no hacía más que tensar el delicado equilibrio político entre Inglaterra y Francia, agravado por la explosiva cuestión de la sucesión de Polonia que mantenía en vilo a Europa y la inquietud de Roma, inmersa en la profunda contradicción que le generaba la existencia de una francmasonería dividida entre una facción católica –leal a los Estuardo– sobre la que carecía de control y otra –abiertamente protestante y hostil– que había logrado penetrar en numerosas ciudades del continente, desafiando abiertamente la autoridad episcopal.
La Iglesia observaba con preocupación la proliferación de las logias, en especial aquellas que prescindían de toda alineación con el catolicismo romano. En ese contexto, y tal como lo refiere Kervella, no le era indiferente que los francmasones católicos hicieran contrapeso a sus hermanos protestantes. Pero le perturbaba la manera en que los masones católicos estaban elaborando su propia simbología, basada en una tradición escocesa, fuertemente anclada en un pasado cruzado y con un claro contenido de misterio y hermetismo.[7]
En la medida que la francmasonería escocesa, ahora fuertemente consolidada en Francia, avanzaba en su identificación con los cruzados –y fatalmente con los caballeros templarios a quienes reivindicaba como su modelo histórico– la Iglesia enfrentaba la alternativa de permanecer en un permisivo silencio o condenar a las logias. Nada más odioso para el Santo Oficio del siglo XVIII que tolerar una orden que –aun reivindicándose cristiana– asumía como modelo de caballero la figura de Jacobo de Molay, torturado y quemado vivo por el rey Felipe con la supuesta complicidad del papa Clemente V.[8]
El contexto del discurso de Ramsay de 1737 estaba rodeado de todas estas circunstancias y algunas urgencias. Las relaciones entre Inglaterra y Francia se encontraban en manos de dos equilibristas: el cardenal Fleury –a la sazón canciller de Luis XV– y Robert Walpole, conde de Orfolk, –primer ministro del rey Jorge II Hannover– quienes mantenían un delicado diálogo. Fleury cuidaba las relaciones con Inglaterra sabiendo que en las logias francesas los escoceses complotaban contra Londres.
Otros gobernantes no eran tan tolerantes. En los Estados Pontificios, en España y en los Países Bajos había comenzado una fuerte persecución y muchos masones eran encarcelados. Roma presionaba a Luis XV, que en verdad estaba más preocupado por anexar Lorena que por el complot masónico.
Ramsay tenía la esperanza de evitar males mayores si convencía al rey de colocarse al frente de todos los masones franceses. Para ello tenía pensado reunirlos en Asamblea en la ciudad de París y ofrecer al rey el patronazgo de la Orden. Como parte de su plan había enviado al cardenal Fleury el discurso preparado con motivo de una serie de iniciaciones que tendrían lugar el 21 de marzo, acompañado de una larga exhortación al prelado en la que, entre otras cosas, le decía:
“...Quisiera que todos los discursos en las asambleas de la joven nobleza de Francia, así como los que se dicten en el extranjero, estuviesen henchidos de vuestro espíritu; dignáos, Monseñor, apoyar a la sociedad de los francmasones en los grandes objetivos que se ha fijado...”
La carta estaba fechada el 20 de marzo de 1737, un año antes de que el papa Clemente XII prohibiera a clérigos y fieles, bajo pena de excomunión, ingresar a las filas de los masones, lo que demuestra que los temores de Ramsay estaban plenamente justificados. La respuesta no se hizo esperar. En el margen del mismo texto del discurso, Fleury había escrito unas pocas líneas en las que le explicaba que ni él, ni el rey podían atender su petición.
Ramsay sufrió un profundo desaliento. No lograría que el rey blandiese el mallete de Gran Maestre de todos los masones de Francia. Pero a la larga evitaría la proscripción sin que ello significara la sumisión de la orden al monarca, ni a la Iglesia.
2.– Las intrigas por el control de Toscana
Hemos hecho referencia a la compleja trama diplomática que enfrentaba a Francia y Gran Bretaña en 1737 y que uno de los acontecimientos que tenía en vilo a Europa era la cuestión de la sucesión de Polonia, que permanecía estancada. Ni la francmasonería inglesa, ni la francesa, estaban ausentes a esta cuestión; a tal punto que, como veremos, la solución se tejió en base a un acuerdo entre prominentes masones ligados a la masonería jacobita.
Esta cuestión debe comprenderse en su real dimensión. La francmasonería ya funcionaba como una verdadera maquinaria conspirativa y controlaba una red que incluía a gran parte de la aristocracia europea. No se trataba por cierto de burgueses ni de comerciantes, sino de la nobleza y todo su aparato político y militar. La existencia de logias y estamentos masónicos se perfilaba como una herramienta paralela a los canales políticos tradicionales.
La Guerra de Sucesión de Polonia provocaba un conflicto en el que intervenían Alemania, que apoyaba los derechos de Augusto de Sajonia –hijo del extinto Augusto II, casado con la sobrina del emperador Carlos VI– y Francia, que sostenía el partido de Estanislao Leszczynsky, suegro de Luis XV. El conflicto afectaba los intereses de otras potencias, como España, Rusia, Austria y los Países Bajos. Para Inglaterra era imperioso controlar la negociación, que se había convertido en una cuestión de Estado, en tanto que Fleury trataba por todos los medios de mantener al margen a los ingleses.
Luis XV y su canciller sabían que oponerse a que Augusto de Sajonia se quede con el trono de Polonia equivalía a iniciar una guerra con el Imperio Alemán. Pero a su vez, si Leszczynsky –como dijimos, suegro del rey– renunciaba a sus pretensiones, debía hacerlo de modo que la compensación fuera justa y que, principalmente, beneficiara a Francia.
Allec Mellor ha sostenido la hipótesis de que Ramsay no pudo haber elegido peor momento para plantear su plan a Fleury: “…No era momento de descontentar al gabinete de Londres, ya decepcionado y amargado, pues no había podido representar en su provecho el papel de mediador. Mezclar la causa de los Estuardo con todas estas intrigas, en semejante momento, hubiera sido catastrófico…” [9]
Sin embargo, todo hace pensar que Fleury supo sacar provecho de las intrigas masónicas. No desconocía que Leszczynsky era masón y que estaba ligado a la masonería estuardista, y que en la misma corriente estaba enrolado Francisco Esteban, duque de Lorena[10]. Ambos personajes eran claves para la resolución de conflicto polaco, y ambos eran permeables a la influencia estuardista.
Los hechos se precipitaron con la muerte de Juán Gastón de Médici, Gran Duque de Toscana, ocurrida el 9 de julio de ese año. Por primera vez no había descendencia Médici en Florencia, una joya que no permanecería sin dueño.
Se produce entonces una jugada maestra que pone en evidencia el rol de los masones estuardistas, que actúan rápidamente. Abierta la posibilidad de entronar a un noble masón en Toscana, en la propia frontera de los Estados Pontificios, Leszczynsky acepta quedarse con Lorena –que a su muerte pasará a la corona francesa– a cambio de que Francisco Esteban, duque de Lorena, se quede con el Gran Ducado de Toscana. Este enroque, urdido en el seno de la masonería tendría consecuencias de magnitud.
Respecto de la relación de Leszicnsky con los estuardistas afirma Kervella “…Cuando el rey de Polonia recibe el ducado de Lorena existen allí vínculos que no son menores. Evidentemente el suegro del Luis XV era masón y mantenía relaciones muy estrechas con jacobitas destacados como los O’Heguerty, quienes adquieren tierras en el ducado de Lorena para establecer su residencia allí”.[11]
3.– Roma fulmina a los masones
En Roma la noticia cae como una bomba. Que la soberanía de Toscana pasara a manos de un francmasón, ponía en alerta roja a la Iglesia. Prueba de ello es que el 25 de Julio de 1737, apenas unos días después de la muerte del último Médici, Clemente XII convoca a los cardenales Ottobone, Spinola y Jondedari. Del cónclave participa el inquisidor del Santo Oficio en Florencia, capital del Gran Ducado y el cardenal Firrao, Secretario de los Estados Pontificios. La cuestión a tratar era qué hacer con la francmasonería. Los capítulos de caballeros elegidos es expandían sin cesar, ya se hablaba de caballería templaria y se corría grave riesgo de que un príncipe masón se hiciese con Toscana, como finalmente sucedería.
A esto se sumaba la creciente actividad masónica que lord Balmerino desplegaba en Avignon, en las propias barbas del legado pontificio en la ciudad de los papas. Es muy probable que en esa reunión ya se hablara de la excomunión de los masones. Pese a los esfuerzos de la masonería católica estuardista, crecía en Roma la certeza del peligro letal que se cernía sobre la Iglesia.
El 28 de abril, un fatigado y ciego Clemente XII, jaqueado por sus cardenales, incitado por el Gran Inquisidor de Toscana –que veía con horror alzarse un ducado masónico en el emblemático Gran Ducado de los Médici– promulga, por fin, la bula “In Eminenti”. Roma no podía tolerar que aquel baluarte pontificio cayera en manos de un masón iniciado en Londres, Francisco Esteban, duque de Lorena y nada menos que esposo de la emperatriz María Teresa Habsburgo.
Pero la suerte ya estaba echada. Cuatro días después, el 2 de mayo de 1738, Francia, España, Gran Bretaña, Holanda y el Imperio firmaron el “Tercer Tratado de Viena” por el cual Leszczynsky renunciaba al trono polaco y reconocía la legalidad de Augusto de Sajonia, a cambio de Lorena, con la condición de que esos territorios fueran heredados por su hija, la esposa de Luis XV. Francia –a su vez– aceptaba la sucesión de Maria Teresa Habsburgo como emperatriz del Imperio Austro Húngaro. Francisco de Lorena, esposo de María Teresa, recibía Toscana, en contra de los deseos de los españoles, de modo que Francia no solo evitaba el peligro en sus fronteras sino que también conseguía –con la futura anexión de Lorena– un sueño secular.
Roma comprobaría de inmediato que sus temores respecto de Francisco Esteban, eran justificados. Apenas asumió el nuevo Gran Duque, las cárceles fueron abiertas y liberados los masones ingleses, en su mayoría hannoverianos, apresados por la Inquisición. Este hecho demuestra que, pese a su cercanía con los jacobitas, Francisco Esteban seguía manteniendo estrechos vínculos con Inglaterra, y que la fraternidad comenzaba a estar por encima del disenso, mientras lo que estuviese en juego no fuera la lucha por la propia Patria.
Lorenzo Corsini, el papa Clemente XII, el primero en
excomulgar a los masones.
Impulsó nuevas logias, no sólo en Florencia sino en el resto del territorio. Creó un Consejo de Regencia que se convertiría en la máxima institución estatal y llevaría a cabo reformas que incluirían la imposición de límites a la acción de la Iglesia. Ignoró la bula de 1738 y, en un claro mensaje al papa, puso una escuadra y un compás en las garras del águila del escudo de armas de Toscana.
Pero no sólo eso. Expulsó a órdenes religiosas que mantenían al campesinado en condiciones paupérrimas y reformó la estructura socio territorial imponiendo la enfiteusis, que es un régimen compartido de tenencia de la tierra que lleva consigo la disociación del dominio entre el dominio directo, correspondiente al propietario, y el útil, el de la persona que usa y aprovecha la finca. En ese momento, la enfiteusis representaba una reforma de avanzada. Más tarde, como tantos otros masones dieciochescos, abrazaría la alquimia y se uniría a la Orden de la Estricta Observancia.
Luego de la publicación de la bula, la represión se produjo en forma desigual, según el país y la influencia que el clero ejerciera sobre los estados. Pese a que su texto era lo suficientemente virulento como para no dejar dudas, el edicto de publicación mereció una aclaración por parte del cardenal Firrao en 1739 –en un decreto para los Estados Pontificios– que agregaba “…Que ninguna persona pueda reunirse, juntarse o agregarse, en lugar alguno, con la indicada sociedad, ni hallarse presente en sus asambleas, bajo pena de muerte, y confiscación de sus bienes, en las que incurrirá irremisiblemente el contraventor, sin esperanza alguna de perdón…” Pero ya era tarde. En pocos años, el Discurso de Ramsay se convertiría en el factor aglutinante de la antigua nobleza dispuesta a una nueva cruzada que no sólo reafirmaría el carácter cristiano de la Orden, sino también su voluntad de construir una nueva cristiandad más allá de las opiniones del Obispo de Roma.
Mientras tanto, se había abierto la caja de Pandora. Lo francmasonería capitular tenía ahora un perfil definido y una legitimidad institucional. Las tradiciones escocesas, prolijamente excluidas de los protocolos masónicos ingleses, se habían filtrado durante décadas a Francia. Los grados escoceses y su herencia templaria, mantenida en secreto por generaciones de masones en las Islas Británicas se expandían en el continente con velocidad pasmosa. Esto significaba un traspié para la masonería hannoveriana que en 1717 había “fundado” la masonería moderna obviando toda referencia a las antiguas tradiciones de origen templario. Las Constituciones de Anderson, señalaban una línea divisoria tras la cual se había borrado y destruido, tanto como se había podido, la génesis de los grados escoceses. En el futuro, pese al malestar que esto provocaba a la Gran Logia de Londres, el proceso de “templarización” de la francmasonería francesa no se detendría hasta la Revolución.
Hacia 1738 –apenas un año después del “discurso”– todo el alto mando masónico de Francia estaba en manos de los escoceses estuardistas más puros: Ramsay, Macleane, Balmerino y Radcliffe encabezaban los poderosos capítulos de Caballeros Elegidos que concitaban todo el estado mayor jacobita y buena parte de los pares del reino. Luis XV tenía conciencia cabal del compromiso de la corona con la causa de Escocia, a lo que se sumaban los servicios que había dado la masonería estuardista a Francia durante las negociaciones por la sucesión polaca. El rey tenía más de una razón para no actuar contra los masones.
La insurrección escocesa estaba en marcha y la conspiración buscaba el apoyo de Francia. El cardenal Fleury acababa de recibir un mensaje por intermedio de lord Sempill, enviado del mismísimo Jacobo III Estuardo. Se trataba de un documento firmado por siete jefes de clanes, reunidos secretamente en Escocia, en el que aseguraban a Luis XV que “los escoceses modernos son los verdaderos descendientes de aquellos que tuvieron el honor de contarse durante siglos como los más fieles aliados de los reyes de Francia, sus predecesores”. Estaba firmada por James Drummond, 3º duque de Perth, su tío Jean Drummond, Simón Frases de Lovat, Lord Linton conde de Traquaire; Donald Cameron barón de Lochiel, William Mac Gregor barón de Balhaldies y Jacques Campbell barón de Achim–Breck.[12]
Sin dudas se trataba de una encrucijada para Luis XV. El mismo discurso utilizaban los masones estuardistas en sus logias francesas cuando recordaban al rey que “fueron los escoceses los que conservaron la herencia espiritual e iniciática de las cruzadas y que los reyes de Francia supieron siempre reconocerles su valor confiándoles su guardia personal”[13] Este grupo, conocido como los siete conjurados, pedía desde Escocia que se aceleraran los planes del desembarco estuardista en las Islas. La estrategia de los escoceses era contundente: Controlar la masonería francesa a fin de contar con el apoyo de la nobleza (léase sus ejércitos). Restaurar el ideal una caballería “templaria” utilizando como base a las logias masónicas. Presionar al Luis XV desde Escocia recordándole que habían sido históricamente sus mejores aliados, para que este los ayudara a barrer a la casa Hannover y recuperar el trono.
“Esta idea –afirma Kervella– carecía de originalidad pero era rigurosamente cierta, pues en los últimos dos siglos una galería de escoceses ilustres, grandes capitanes, príncipes, señores, magistrados y oficiales de la corona había prestado servicios a los monarcas franceses sirviéndolos con intachable lealtad”.
¿Qué haría el rey, tironeado por las presiones de estos leales jacobitas y una Iglesia que los quería ver encarcelados? Una vez más, los francmasones tomaron la iniciativa y nombraron Gran Maestre a un francés: Louis Pardaillan de Gondrin, duque d’Antin, en reemplazo de Radcliffe. Ahora la presión era mayor, puesto que en caso de actuar contra los masones lo haría contra una orden gobernada por uno de sus propios súbditos. Otra jugada maestra.
La ceremonia se llevó a cabo el 24 de junio, día de San Juan, en el castillo de Aubigny (Pas de Calais) y fue presidida por el duque de Richmond. Pero esta vez la elección se había decidido sin el consentimiento de la Gran Logia de Londres, en donde la noticia cayó como un balde de agua fría; es muy probable que la cúpula jacobita de la masonería francesa pautara la elección del duque d’Antín con el propio Fleury.[14]
Lo cierto es que 1738 pasó a la historia como el año de la excomunión de los masones católicos, sobre la que han corrido ríos de tinta. A la luz de lo expuesto pueden entenderse las causas políticas de la enigmática frase contenida en la bula: “…y por otras razones por nos conocidas”.
No nos extenderemos sobre la cuestión de la excomunión, pues queda claro que la misma, al igual que el decreto del Cardenal Firrao para los Estados Pontificios es una reacción política, que se produce en el marco de una persecución general, incluso en países protestantes y aún musulmanes. Benimeli enmarca la prohibición en el hecho del secreto con que se rodeaban los masones, los juramentos que hacían y el Derecho Romano en vigor, que los considera como sospechosos de ir contra la tranquilidad pública. Señala, por otra parte, que la excomunión llega “precisamente cuando la presencia de católicos, e incluso eclesiásticos, entre los masones, era mayoritaria…”[15]
Pero también fue el año en que la francmasonería francesa se independizó definitivamente de la tutela inglesa e instaló solemnemente a un Gran Maestro de la Masonería del Reino de Francia. El duque d’Antin contaba al menos con un antecedente: Había sucedido a Jules Hardouin–Mansard –uno de los grandes arquitectos del Palacio de Versalles– en el cargo de “Superintendente de Construcciones”.[16]
En cuanto al rey, se hizo la sota y prefirió no darle importancia al tema de la excomunión. En una nota dirigida al embajador de Roma, Saint–Aignam, justificó de este modo su actitud: “…La bula que el papa ha dado contra los francmasones no bastará probablemente para abolir esta cofradía, sobre todo si no existe otro castigo que el temor a la excomunión. La Corte de Roma ha aplicado tan a menudo esta pena que ella es hoy día poco eficaz para reprimir. Esta sociedad había comenzado a hacer algunos progresos aquí. El rey le hizo saber que le disgustaba y desapareció…”.
Ramsay murió el 6 de mayo de 1743 en Saint–Germain–en–Laye. Para entonces su misión estaba cumplida. El complejo sistema diseñado por los francmasones “escoceses” se había establecido con fuerza, lejos de la tutela inglesa y al amparo de las iras de la Iglesia, cada vez más convencida del peligro que se cernía sobre ella. Paradójicamente, el triunfo de Ramsay había cerrado el paso a los elementos más hostiles a la Iglesia y a la monarquía. Pero en Roma persistía la certeza de que esta masonería, que anclaba su poder en la aristocracia y ya se presentaba como una caballería, se volvería más y más peligrosa.
4.– El regreso de la Caballería
Para comprender adecuadamente los acontecimientos que narraremos en las próximas páginas es necesario describir el drama político que subyacía detrás de la acción masónica de los escoceses. La carta ya mencionad enviada a Luis XV por los jefes de los siete clanes, no era una mera presión política. Quienes la firmaban –los siete conjurados– se habían reunido secretamente en Escocia para jurar solemnemente restablecer el trono de los Estuardo. De allí que le fuera remitida al rey por el mismísimo Jacobo III.
El documento contiene, como hemos visto, una exhortación al rey recordándole que desde siglos atrás numerosos oficiales escoceses se sacrificaron por sus predecesores y que los escoceses modernos eran los verdaderos descendientes de aquellos que tuvieron el honor de contarse, durante siglos, como los más fieles aliados de los reyes de Francia.
Insisten en que los escoceses han conservado la herencia espiritual de los cruzados, en sintonía con Ramsay, que era un político al servicio de la causa, en tanto que los jefes de clanes pronto regarían el campo con su sangre. Una cosa era el juego de intrigas en los salones de París; otra muy distinta, la de los conjurados, que preparaban la rebelión en Escocia, cuyo brazo político había ganado el control de la masonería francesa.
Pero había en todos ellos una permanente reminiscencia de la caballería; no de cualquier caballería, ni siquiera de la caballería como institución. Era, en definitiva, su modelo de nacionalismo.
¿Acaso era esta una obsesión sólo de los escoceses? Por cierto que no. El espíritu de cruzada estaba en el aire; por eso tenía éxito y por eso era explotado por los escoceses. Apenas unas décadas atrás, Europa había tenido a las puertas de Viena a los ejércitos del Imperio Otomano comandados por el visir Kara Mustafá. Resulta difícil revivir ese momento dramático, porque de haber caído Viena, los turcos hubiesen penetrado en el corazón de Europa, y con ellos el Islam. Todos los nobles que ahora abrazaban a la masonería recordaban la batalla de Kahlemberg, librada en la mañana del 12 de septiembre de 1663.
La mayoría de los hombres que ahora estaban al frente de las logias eran hijos o nietos de otros caballeros que habían enfrentado, al mando de Sobiesky, rey de Polonia, a esa horda tártara de 150.000 guerreros. Y muchos de ellos habían muerto aquella mañana en Kahlemberg, no en una gesta romántica, no en una de las tantas guerras de religión que diezmaban a Europa sino en una batalla tan decisiva como la que había librado Carlos Martel, mil años antes, en las llanuras de Poitiers.
Todos estos hombres reunidos en torno a Jan Sobiesky –cuyos descendientes eran ahora los caballeros elegidos de las logias francesas– vivían su misión con un verdadero espíritu de cruzada en el que no podía estar ausente la inspiración de sus propios ancestros, el eco de aquellos lejanos parientes que se habían batido con los musulmanes en las arenas del Levante. En definitiva formaban parte de la misma aristocracia y aún se sentaban bajo los estandartes que sus grandes abuelos habían enarbolado frente a las murallas de Jerusalén.
Esta atmósfera explica en parte el éxito de la predica estuardista en la francmasonería francesa. La figura de Godofredo de Bouillón, uno de los jefes de la primera cruzada, se erguía como el modelo caballeresco al que aspiraban los masones; un modelo caballerezco más que templario, a decir de Kervella.[17] El vínculo de Ramsay con los duques de Bouillón no deja de ser una pieza clave en el entramado que une a cruzados, templarios y masones, pues era el preceptor, precisamente, de la Casa de Bouillón. Charles de La Tour Auvergne, 5º Duque de Bouillón formaba parte de la nobleza ilustrada. No sólo era fundador de logias –se llegó a hablar de una verdadera “Orden Masónica de Bouillón”– con asiento en las Ardenas, sino que introdujo en aquella región una imprenta que devino en la conformación de un polo editor de la “Ilustración” de gran prestigio.[18]
Era lógico esperar que en medio de ese clima, en el ámbito de esta masonería opulenta, poderosa y a la vez romántica, apareciera un líder que fuera más allá de la retórica e intentara restaurar, ya no en espíritu sino materialmente, la antigua gloria ahora reverdecida.
Una caballería masónica, jamás vista, estaba a punto de nacer, de manos de un barón alemán. Una caballería que opacaría a los propios escoceses y haría ondear el estandarte templario en cientos de castillos de Europa. Había llegado la hora de la Orden de la Estricta Observancia.
[1] Necesariamente deberemos resumir esas circunstancias, que fueron muchas y complejas. Una versión completa puede leerse en mi libro El otro Imperio Cristiano.
[2] Mellor, Alec ; La desconocida francmasonería cristiana (Barcelona, Editorial AHR). pp. 146-147.
[3] Le Forestier, R.; L’Occultisme et la franc-maçonnerie écossaise (Paris, Librairie Académique, 1928) p. 180
[4] Kervella, André; Ob, cit. p. 107.
[5] Kervella, André; Ob, cit. p. 410.
[6] Tómese nota que la antigua capital de Ayr había sido Kilwinning, asiento de una abadía fundada hacia el año 1140 que, como ya hemos señalado en el Capítulo IV, estaba íntimamente ligada a la teoría de una supervivencia de la Orden del Temple en Escocia.
[7] Kervella, Ob. cit. p. 410
[8] Al respecto de la responsabilidad del papado en el exterminio de los templarios remitimos a la nota del Apéndice II.
[9] Mellor, Ob. cit. p. 138.
[10] Francisco Esteban había sido iniciado en 1731, en el seno de la primera logia establecida en La Haya, cuyo venerable maestro era el conde de Chesterfield. Un año después, en tenida magna, le fueron conferidos los grados de compañero y maestro. La ceremonia se realizó en Houghtou-Vall, la residencia de Robert Walpole, conde de Orfolk -quien era nada menos que el primer ministro de su majestad Jorge II Hannover- y contó con la participación de los más ilustres masones ingleses, con su Gran Maestre a la cabeza.
[11] Kervella, André, Ob. cit. p. 39.
[12] Kervella, Ob. cit. p. 383.
[13] Extraído del discurso de Ramsay.
[14] Mellor, Ob. cit. p. 144.
[15] Ferrer Benimeli, José Antonio, La Iglesia Católica y la Masonería: Visión histórica; en Masonería y Religión: converfencias, oposición, ¿incompatibilidad? (Madrid, Editorial Complutense, 1996). pp 187-201.
[16] A Mansard le debemos el vocablo “mansarda” que se utiliza en arquitectura para denominar a las ventanas que se colocan en los tejados para iluminar y ventilar los desvanes de los edificios.
[17] Nos hemos referido extensamente a la vida de Godofredo de Bouillón en El otro Imperio Cristiano.
[18] Su hijo, Godefroy III Charles Henri de La Tour d'Auvergne, 6º Duque de Bouillon, (1728-1792)[18], que había sido educado por Ramsay, sería Gran Chambelán de Francia y se convertiría luego en una pieza clave de la francmasonería de la “Estricta Observancia Templaria” creada por el barón von Hund. En 1774 era Gran Maestre de los Directorios Escoceses de Auvernia, con sede en Lyon; de Occitania, con sede en Bordeaux; de Borgoña, con sede en Estrasburgo y de Septimania con sede en Montpellier. (Ver voz en Frau-Abrines).