La construcción de grandes iglesias de piedra constituyó el desafío técnico más grande la Edad Media, a la vez que involucró la articulación de oficios diferentes que eran requeridos a la hora de levantar este tipo de edificios: canteros, albañiles, talladores, vidrieros, herreros y carpinteros que trabajaban bajo la conducción de un maestro de obra.
Ver en perspectiva la vida de estos trabajadores es un desafió complejo, así como también lo es la trama que dio nacimiento a los gremios de oficio que agrupaban a estos hombres y mujeres, principalmente el gremio de los masones. Es por ello que con estos breves artículos –si se quiere, complementarios a mi libro “La masonería medieval” que verá la luz en breve–, intentaré acercar al lector al lenguaje de la piedra, pero fundamentalmente, parafraseando a José Antonio Ferrer Benimelli, aproximarnos “al conocimiento de cómo eran, vivían y trabajaban esos hombres cuyas obras seguimos admirando hoy al cabo de tantos siglos, al igual que hicieron tantas generaciones que nos precedieron.”[1]
Durante los siglos medievales, antes de que se produjera esa explosión arquitectónica de la que habla Erlande-Brandenburg, se utilizó en la construcción abundante madera.[2] La podemos encontrar en todas partes: herramientas, armazones, vallas, muelles de carga, naves y carretas. Incluso en calzadas y en iglesias como es el caso de Escandinavia. No obstante ello, aun allí donde este recurso fue cuantioso, la piedra aparece tempranamente rivalizando con la madera. Sin embargo, a diferencia de la madera, la piedra exige de técnicas y esfuerzos mucho más complejos, tanto sea para arrancarla de la cantera como para transportarla, de modo que su uso fue reservado para construcciones excepcionales.
Curiosamente no son los escritos medievales sino la arqueología la que más datos nos aporta acerca del uso de la piedra en la Edad Media: La mayoría de las veces la construcción se encuentra cercana a la cantera, pero no siempre es así. Fossier menciona, por ejemplo, que se emplearon mármoles pirenaicos para sarcófagos de la alta Edad Media en Ile-de-France, o bien que se construyeron iglesias en Inglaterra con piedra de Caen.[3] En efecto, el monje Gundulf (circa 1024-1108) –uno de los maestros constructores que había adquirido sus habilidades en los talleres de la abadía de Le Bec– construyó en Rochester y en Londres con piedra proveniente de Normandía. Sin embargo la práctica común era que los oficios se desarrollaran allí donde se encontraban los recursos, de tal modo que allí donde había abundante arcilla encontraremos a los alfareros, donde arena a los vidrieros y en donde abundaba la piedra caliza blanda se la preferirá antes que a la madera, que arde fácilmente.
No resulta fácil acercarse a la vida de un cantero. Es cierto que, a diferencia de los trabajadores de piedra del Antiguo Egipto, tenemos cierta información respecto de la organización de los trabajadores de la piedra del medioevo occidental, pero la documentación escrita de la que disponemos respecto del oficio en sí es de una enorme pobreza. Fossier atribuye esta carencia al hecho de que la actividad del cantero tiene una dimensión familiar que no exige ni contrato ni quizá incluso un pedido previo. “La elección del lugar, y en ese lugar la de la veta a trabajar es un asunto personal, un secreto que no se transmite.”[4] El tema del secreto de oficio aparece tempranamente en el trabajo de la construcción y se irá afirmando con el paso del tiempo. Incluso para los arqueólogos, el análisis de las principales canteras de Europa resulta complejo por el hecho de que los procedimientos técnicos utilizados para la extracción de piedra no variaron mucho hasta finales del siglo XVIII:
El pico para trabajar la capa, el martillo y la escoda para igualar los bloques, la sierra de dos manos, excepcionalmente hidráulica, para tallarla, las tijeras para el afinamiento, la escofina para el pulido, etapas que la mayor o menos dureza de la roca hará más o menos largas: el filón de lava no se tratará como la bolsa de arcilla que a veces basta sólo con tamizarla. Cuando se trata de obtener un monolito de gran talla, un dintel, una muela, el tallador intentará extraer el volumen necesario haciendo reventar cuñas de madera a las que se empapa con agua, o de barras al rojo vivo. Todos estos trabajos, aunque largos y pesados, se llevan a cabo con la ayuda de útiles cuya forma ha sido, en ocasiones, adaptada por el propio obrero a su mano, y que son suyos. Las marcas que hace en la piedra son el testimonio de su intervención personal, una especie de firma, pero cuya eventual dimensión jurídica no captamos bien.[5]
El problema no concluye con la piedra cortada y extraída de la cantera. Hay que transportarla. Una muela de talla mediana pesa aproximadamente tres toneladas y una iglesia mediana requerirá de miles de bloques que pesan varias centenas de kilos cada uno. A diferencia del mundo antiguo, en el que se disponía sin límite de la fuerza de los esclavos, en la Edad Media el esfuerzo de transportar la piedra era una tarea común que convoca a todo el mundo, en tanto que hubo que inventar artificios y máquinas de elevación que permitieran colocar las piedras en lo alto de los andamios.
Una narria –o escalera de carro–, tirada por cuatro caballos u ocho bueyes podía mover unas cuatro o cinco toneladas, dependiendo de las dificultades del terreno. Las barcazas de fondo plano no soportaban tanto peso; la tracción con cuerdas sobre rodillos era también un desafío, pero permitía el lento desplazamiento de grandes bloques. Esta tarea no podía estar reducida a un grupo de canteros sino a una organización mucho más grande y más compleja. Más aún si tenemos en cuenta las diversas actividades que se desarrollaban en torno a la construcción de catedrales, lo cual plantea otro dilema: el financiamiento. “Lo más sorprendente para nosotros, económicamente hablando –señala Pernoud–, es que toda una multitud, no sólo de albañiles y canteros, sino también de techadores y carpinteros de obra, plomeros y cristaleros, pudiesen de uno a otro confín del país, recibir su salario y disfrutar del pleno empleo en unos edificios que no eran en modo alguno rentables, que representaban en la vida cotidiana una plusvalía, y que además estaban concebidos como algo digno de belleza.” En breve abordaremos este tema.
[1] Ferrer Benimeli, José Antonio (1982) Antecedentes Histórico Sociales del Oficio de Cantero y de la Industria de la Piedra. En Actes du Colloque Internacional de Glyptographie de Saragosse, Zaragoza, España: Centre International de Recherches Glyptographiques, p. 12 y ss. [2] Erlande-Brandenburg, Alain; Pernaud, Régine; Gimpel, Jean y Bechmann, Roland (1991), Villard de Honnecourt, “Cuaderno”, Madrid: Akal. [3] Fossier, Robert (2002). El trabajo en la Edad Media. Barcelona: Crítica (Historia Medieval). [4] Fossier, Robert (2002). El trabajo en la Edad Media, ob cit. 139 [5] Fossier, loc. cit.